Hace un año, hace ese tiempo que viví en mis carnes lo que se conoce con el nombre de trueque. Y fué por causalidad, por una de esas experiencias que te da la vida y que te sorprende de cuanto aprendes de ella.
Todo empezó con una invitación a una "recogía de la naranja".
Yo, que me gusta probarlo todo, me ofrecí encantada y con todas las fuerzas y ganas del mundo. Y con la ilusión de una niña y con la esperanza de disfrutar de una diversión.
Qué sorpresa fue la mía cuando descubrí que el verdadero juego era el de la vida, el que le da sentido a todo, el que, gracias a él, desde tiempo inmemorial, se basa el tener, el subsistir, el vivir y sobrevivir. El intercambio, el "tu me das y yo te doy".
Nos levantamos temprano, nos fuimos al campo y cogimos todo lo que nuestras manos pudieron coger en la primera parte de la mañana y luego nos fuimos a repartirlas por todas las tiendas del pueblo. Yo me quedaba en el coche y él se bajaba. Sorpresa la mía que vi que, entraba con un cajón y salía con una bolsa. ¿Qué ocurría? Había algo que no entraba en mis esquemas. ¿Y el metal de intercambio? ¿Y el metal, valioso metal que todo lo da?
"¡Mira!" Dijo él con una sonrisa en la cara y gesto de felicidad. "Ya tenemos para unos días picar".
Una lata enorme de melva era lo que traía... "¿Y eso para que?" Me pregunté yo. Me enfadé. Yo, persona comercial donde las haya y con tintes economista (vamos, que me gusta más un buen negocio que un tonto un lápiz) dije; "¡Ya te han timado!"
Pero aprendí de mi error; craso error. No era un timo sino un trueque. Nos llevamos todo un mes; fin de semana a fin de semana dando y recibiendo.
Mi lectura; aprendí, una forma de pago, un juego, una manera de entender la vida y la esencia del vivir y del sobrevivir. El pueblo te da y tu tienes que devolverle la mitad al menos. Es lo justo, ¿no?.
Este año se va acercando el momento y, con ganas voy esperando que lleguen esos fines de semana en que, volvemos a hacer lo que hacían nuestros ancestros. El trueque.